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Dos meses después de que haya acabado el primer año de colegio de
Ana —en el que compartió mesa y juegos por primera vez con otros niños
de su edad— ha empezado a mantener largas conversaciones imaginarias
con sus muñecos en un idioma inventado. Lo nuevo no es la conversación
imaginaria sino el idioma sacado de la manga. Sabíamos que todas sus
nuevas amiguitas eran inglesas inscritas en una escuela donde sólo se
habla español y valenciano, pero nunca imaginamos cómo sería el día a
día con ellas desde el punto de vista de Ana.

Ella debía ver que sus compañeros hablaban otro idioma entre ellos.
Y, si hablaban inglés como ella español, debían hablar mucho. Sólo al
final del curso chapurreaban un poco de castellano que les había
enseñado Emma, la maestra, quien, por otro lado, no conocía ni una
palabra de inglés y desde el primer día les habló gesticulando exageradamente como si los niños fuesen sordomudos. 

El idioma que se inventa ahora Ana tiene algunas palabras en inglés
(the other, hello, yes, take …), pero lo más curioso es que lo utilice
ahora y no hace dos meses. Muchas veces lo usa para hablar por teléfono
imaginariamente con los padres de sus amigas inglesas. Y sobre todo
aflora cuando tiene falta de sueño. Entonces son conversaciones
especialmente largas con risas incluidas. Si le pides que te lo
traduzca, lo hace, por supuesto. Es todo un show.

La directora del antiguo colegio de Ana
tiene una afición: hacer cientos de fotos a los niños que
pasan por su colegio. Tiene especial obsesión, según las profesoras,
por los primeros planos de los ojos.

El año pasado se publicó un artículo sobre esta escuela en un diario
de esta localidad, y salía una foto de un grupo de niños jugando en el
patio, firmada por ella misma. Quizás esté publicando otras cosas que
jamás conoceremos.

Este
año, los de la asociación de padres han aprovechado algunas de
esas fotos y han
editado un DVD que venden a seis euros. Son imágenes de todos los niños
de primaria e infantil que han pasado por el
colegio en el curso escolar de 2004-5, tomadas durante la clase, en los
recreos, en las excursiones, en los pasillos, … Las 
mostraron el día de la fiesta y anunciaron allí su venta. También me
parece muy raro que se comercie abiertamente con imágenes tomadas sin
permiso de nadie.

En un colegio tan poco transparente como este, con tantas carencias,
donde la comunicación con los padres es nula y donde la respuesta de la
directora ante cualquier sugerencia o queja de los padres es una
sonrisa falsa y un golpecito en la espalda, no se deberían arriesgar a
tener aficiones sospechosas.

Este mensaje tan amable cuelga de la
puerta de la
escuela, en la que el 80% de los alumnos es de origen extranjero.
Curiosamente, no se pone ninguna pega a que los niños que se matriculan
no tengan ni idea de la lengua en la que se imparte el curso.
Simplemente, se les deja que bloqueen el aprendizaje de los alumnos
locales, que son minoría, y les hagan desaprender la suya propia.

Hoy hemos ido a la última reunión del curso. Como ya no hay horario
de tarde ni comedor, había varios niños corriendo por el aula prefabricada
mientras la maestra trataba de dar su discurso sobre los últimos
coletazos del primer año escolar de estos 18 niños. «En resumen, no hay
nada que tenga que decirles, pero teníamos que hacer esta última
reunión», dijo para arrancar. Después recordó que el viernes, último
día de clase, habrá una fiesta para todos en el patio.

Lo único que faltaba por tratar eran las cuentas finales. Al
principio del curso, nos pidió que dos padres abriesen una cuenta
corriente en nombre de la clase de Infantil-3 (PIP: Programa de
Inmersión Progresiva), y que cada niño ingresara 30 euros para los
gastos del material. Esa misma mañana, el padre inglés grandote y
nosotros mismos abrimos dicha cuenta con los primeros 60 euros del
colegio. En el todo a cien de delante del cole, ese dinero daba para varias decenas de cajas de colores Carioca, pintura de dedos, papel, plastilina, …

Hoy, Emma nos ha dicho que sobran 100 euros y nos ha preguntado que
qué hacemos con ellos. Pero ha añadido: «La dirección prefiere que se
queden en la cuenta para que la maestra que venga el próximo curso
tenga algo con lo que empezar y que no le ocurra como a mi, que
estuvimos más de un mes sin nada de material».

Primer encontronazo. ¿Un mes sin material? ¡Pero si le dijimos que
comprase inmediatamente lo que hiciese falta! ¡Pero si abrimos la
cuenta el mismo día que lo sugirió! ¡Pero si incluso le dijimos que
podríamos más dinero de nuestro bolsillo si necesitaba algo para
arrancar el curso ya! Nuestra respuesta ha sido: «Eso es
muy injusto», y lo hemos tratado de explicar en dos idiomas. Pero Emma se
fue por los cerros de Úbeda para evitar reconocerlo, y los ingleses nos
miraban como diciendo “qué más dará si el curso empezó con material o
si estuvieron comiendo mocos hasta el mes pasado”. El inglés robusto
me dijo exactamente: «Qué más da lo que haya dicho Emma, eso es ya
parte del pasado».

Emma continuó diciendo que otras clases han decidido repartir lo que
sobra entre cada niño, y volvió a preguntar qué hacíamos con el dinero.
Una madre alemana sugirió que nos fuésemos los padres y la
maestra a comer por ahí con ese resto (al McDonalds, supongo). Yo
sugerí varias cosas: que se funda todo en regalitos para los peques;
que se les haga una fiesta particular con lo que sobra; que se traiga
un fotógrafo y se hagan fotos de recuerdo de su primer año de escuela, juntos; que
se vayan todos al dichoso Crazy-kidz que les encanta y salten y se revuelquen
durante dos o tres horas….. Emma añadió que tenía varias ideas para
acabar con el dinero. Pero no hubo quórum.

Las madres inglesas empezaron a murmurar entre ellas. Oímos a una
decir a otra, en inglés: «Es que estos quieren que se les devuelva el
dinero». Mon Dieu!!

Total incomunicación, pero no por el idioma sino por el choque
cultural, o yo que sé. El caso es que eran incapaces de comprender que
cada curso es un mundo, que el dinero es de los niños, que lo dimos
para este curso concreto y que es el colegio el que tiene que
espabilarse en cada clase para que haya un mínimo de material. Pero
todos  los ingleses estaban unidos frente a la idea de guardar
cinco o seis piojosos euros para el comienzo del próximo curso. «No
vamos a malgastarlos», dijo una cuando propuse que se fuesen al
Crazy-kidz.

Afortunadamente, el año que viene será vida nueva. Se acabaron las
cutreces. Ana dejará de desaprender su propia lengua, y nosotros
podremos formar parte de una activa e interesante asociación de padres
en la que a los progenitores les interesa algo más que su propio
ombligo. O sea, otro colegio.

Cuando se fueron todos, Emma nos contó que, por lo menos los padres
de esta clase han venido a las reuniones, aunque no se enteren de nada
de lo que se dice en ellas. En otros cursos, ni aparecen.

Cuando le pregunté si le daba pena que acabase el curso, dijo que
mucha, que había sido muy feliz dentro del aula con los niños, pero
que estaba deseando perder de vista esta escuela.

Ayer nos devolvieron la carpeta de Tito, el Gatito,
una semana y media antes de acabar el curso. Lo de arriba es una
muestra de lo que contiene. ¿A quién se le habrá ocurrido este
“trabalenguas”? Abajo pone que hay que aprendérselo, aunque parece que
haya que adivinar qué palabra falta. Ana continuó el baile de vocales y
acabó diciendo puta. Quizás era eso lo que buscaba el que lo ideó.

Ya tenemos en casa
esta joya que costó más de 70 euros y que resulta que casi no han
utilizado en clase. La mitad de los ejercicios están sin tocar. Por
otro lado, tengo la sensación de que este libro es más para niños de
tres meses que de tres años.

Nota: Wonka le saca punta a este “trabalenguas” en su blog.

Veo el patio del colegio desde la ventana. Una ventaja. Hoy estamos
haciendo un simulacro de cumpleaños. Ana los cumple en época de
vacaciones pero no se podía quedar sin su día especial
en el colegio, ahora que todavía cuelan esas ventajas sociales. Como a
todos los niños, le han hecho una corona de cartón. Y veo que ella, que
rara vez soporta una gorra por más de unos minutos, va muy contenta con
su corona blanca sin quitársela ni un segundo. Esta tarde, la última
tarde del curso, llevaremos el enorme pastel y las chucherías que se
suelen regalar a todos los niños. Aquí no suele ser un caramelo a cada
uno, como antes, sino una bolsa con un amplio surtido de golosinas,
gusanitos, chupa-chups, globos, … Yo hubiese preferido regalar un
“pompero”. Pero imaginaba a los 18 haciendo pompas al mismo tiempo y a
la maestra enloqueciendo, y desistí. Ayer decidimos preparar las bolsas
en casa. Ana distribuyó el surtido en las 18 bolsitas, y después les
atamos lazos rojos a cada una.

Cuando somos mayores, esperamos tanto de los días especiales que
suelen acabar siendo una pesadilla. A Woody  Allen, cuando cumple
años, cada 1 de diciembre, suelen preguntarle: «¿Qué te gustaría para
este día?» Y responde, sin dudarlo: «Que no ocurra nada malo».

He encontrado algo que escribí al principio de este curso, el
primero en la vida de Ana:

 «En la clase de Ana hay un niño que
se muerde la mano hasta hacerse sangre. Grita y patalea todo el tiempo,
y se tira del pelo. Ana dice que tiene los dientes de un tigre y que
menea la cabeza de un lado a otro cuando se muerde para hacerse pupa
roja. Parece sacado de la selva del Amazonas, con sus ojos rasgados, su
piel oscura y su pelo lacio, negro, largo. Siempre lleva un Spiderman
casi tan grande como él a todas partes. Su madre tiene cara de Cruella
De Vil. Mira a las madres inglesas con desconfiaza y a su marido con
respeto.
Angustiada por el espectáculo sangriento que tenía que presenciar Ana,
hablé con la psicóloga del colegio. Nos confesó que Cruella De Vil no
era precísamente un modelo de madre, que suele dejar a sus hijos solos
en casa —uno de tres años y otro de cinco— cuando se va a comprar o a
vete tú a saber dónde. Y que el pequeño ha aprendido a actuar así para
que le presten atención.
También hay una niña en clase que pega a todos los demás, sin
excepción, desde el primer día. Su madre siempre va vestida con una
chilaba a rayas con capucha.
Ana fue más o menos contenta el primer día
de clase, sin llorar, pero ahora dice que los niños de su clase no le
gustan, sólo las maestras, y que nunca dibuja soles ni hace nada, como
yo le había dicho que haría, y que no quiere volver. Llora a menudo y
le dice a Emma que quiere que venga su mamá. Y la pava de la maestra le
contesta que, si llora, yo no iré.»

Ahora está a punto de terminar el curso y Ana desea ir al cole a
todas horas. El niño amazónico ya no se muerde. La pegona, ya no pega.
Pero todos los demás han aprendido a dar patadas
y puñetazos. Ana lloraba el otro día en el Decathlon porque quería que
comprásemos un saco de boxeo rojo que incluía guantes a juego. La
verdad es que era muy bonito. Puede que sea una forma alternativa de gastar
esas energías. O puede que no.

Primer día, primera anécdota lamentable. Esta mañana, llegamos al
colegio después de un mes en Barcelona, y la maestra nos dice: «¡Cuánto
tiempo! ¿Os habéis ido de vacaciones?» Continuó, muy preocupada: «En el colegio
querían dar de baja a la niña, pero yo les dije que esperaran un poco
de tiempo, si no, hubiéseis tenido que ir otra vez al Ayuntamiento a
matricularla». Y añadió: «Y yo lo siento por ella, porque ahora le va a
costar otra vez adaptarse. Ya va desorientada porque desconoce las
rutinas que tenemos cada día».

Entonces recordé una vez que me llamó porque tenían que comprar
tizas y plastilina y necesitaban una firma para lo de los cheques
bancarios del colegio. Y me pregunté por qué para comprar 20 euros de
material me llamaron con urgencia y, en cambio, para dar de baja a la
pequeña ni se lo han planteado.

Ana, volviendo a casa, dijo: «¡Sí que me voy a adaptar!»

Hace un mes que Ana no va al colegio —que ahora está a 500 Km de
aquí— pero
no ha dejado de crecer por ello. Yo diría que al contrario. Mientras tanto,
los niños de su clase —la mayoría británicos—
habrán avanzado en el aprendizaje de
la lengua. Ella todavía recuerda el «Yo
no quiere» o «Tú sí mi amiga» de sus compañeras. Creo que era toda la
conversación que podían mantener con ella, cuando nos marchamos. Y ahora ella lo repite, con guasa.

La otra mañana encontramos un libro de Educación Infantil en un “Todo a Cien”. Es un grueso bloc de fichas del nivel cinco años. Ana tiene
tres años, pero este libro —LÁPIZ, Edebé, 2 euros— no parece menos interesante para ella que el que compramos para el colegio —Tito, el Gatito, Ed. Teide, 52 euros.

Además, después del
primer trimestre del curso, la maestra confesó que no lo habían
utilizado. Y explicó el motivo: «Nos dimos cuenta de que los niños eran
incapaces de mantenerse quietos delante
del libro sin despegar todas las pegatinas y rayotear las páginas».
Dicho así, sonaba a que era la primera vez en su vida que trataban con
niños de 3 años o a que pensaban que los pequeños eran incapaces de
centrarse en algo. Sospecho que el problema debía ser que los alumnos
no la entendían, aunque ella anunciara en Navidad que ya eran
trilingües. Después del segundo trimestre, habían logrado fotocopiar
algunas
páginas para rayotearlas. (Cuando se están haciendo esas
fotocopias
debe ser cuando se quedan solos.)

El caso es que Ana se entusiasma con LÁPIZ, que incluye pequeñas
historias que enlazan las actividades y que ella escucha muy
atentamente. Y he comprobado que ella (y estoy segura de que cualquier
otro niño de su edad) sería capaz de hacer todas las actividades del
libro en una semana, si se le presta un poco de atención. Y da tiempo
para comentar las historias, las imágenes, pegar, recortar, y, sobre todo, jugar. Me
pregunto por qué en el colegio necesitan más de medio curso para abordar
menos de un tercio del libro.

Ojalá sea sólo cosa de su escuela.

La semana próxima volveremos. A ver qué nuevas anécdotas nos deparan. Espero que sean buenas.

Ayer fuimos a una fiesta de cumpleaños en el Krazy Kidz
Funhouse. Los niños se lo pasaron de maravilla. En cuanto a nosotros,
las madres inglesas acabaron de nuevo en un lado del bar, juntas; la
española (sólo yo) y la francesa, en otro; y las latinoamericanas, en
otro. En total, debía haber unas 15 madres y sólo un padre. Duró dos
horas. Era un sótano sin luz natural, y los niños iban descalzos por un
suelo frío. Es uno de esos locales que hacen el agosto alquilando por
horas una zona de juegos con suelo blando  y donde dan a los niños
del cumpleaños un plato con un puñado de patatas fritas, un sandwich de
nocilla y un vaso de concentrado de algo.

Este es inglés. En el lavabo había un elaborado cartel plastificado
que decía: «Tiren panales y compressas al contanedor corraspondente».
Las dos animadoras, que apenas hablaban español, ponían cara de «¿Qué
estoy haciendo yo aquí?» y ni siquiera iban vestidas con algún uniforme
identificador. Una de ellas, la más joven, bailaba entre los niños
descalzos con zapatos de plataforma.

Las minibolsas-extra de ganchitos para los niños se cobraban a 20
céntimos la unidad, un detalle especialmente cutre, teniendo en cuenta
que las consumiciones de los padres las cobran a precio de terraza. ¿Se
arruinaría la empresa
por poner un barreño de ganchitos para los niños?

Antes de soplar el pastel, las animadoras preguntaron: ¿En qué
idioma queréis cantar Cumpleaños Feliz? Los ingleses gritaron: «¡¡¡¡En
español!!!» Los españoles no entendieron la pregunta, que se hizo en el
idioma que habla la mayoría y que no se enseña en el colegio.

Esto de los parques de juegos debe ser un buen negocio. Cualquier
agujero parece que les sirve, sólo necesitan unas atracciones
infantiles que quepan en la habitación y abrir la caja registradora.
Además, deben pagar muy poco a las animadoras. He visto más de una vez
el cartel de «¿Te gustan los niños? Ven a trabajar con nosotros». Debe
ser que o no le gusta los niños a casi nadie, o los de la empresa
piensan que no merece la pena pagarles un sueldo decente a quien se
ocupa de ellos.

Algo parecido piensa el gobierno español. Durante la fiesta me enteré de que en Francia hay todo tipo de
ayudas para la maternidad. Incluso existe una especie de pensión por haber
“trabajado” como madre durante toda una vida. En España, en cambio, dan
100 euros, y sólo a las madres trabajadoras. Da risa. Aquí, si una
madre se queda en casa a cuidar a sus hijos, ya sea porque quiere o
porque no tiene dinero para mandarlos a una guardería, pues se quedan
sin la limosna estatal.